CUANDO NO PUEDAS PENSAR, ESCRIBE

jueves, 28 de julio de 2011

DOLOR

Solo le quedaba consolarse pensando en que todo en esta vida tiene un principio y un fin. Al menos el fin lo habían escrito ellos. Creer en el destino habría sido puro teatro.
Echar de menos le parecía un verbo demasiado suavón. El ardor en el pecho, la sensación de vacío, de caos, de vida sin sentido, el camino sin fin y el rumbo sin norte. Las mejillas coloradas, llenas de lágrimas, el corazón roto. Aquello no podía ser echar de menos. Aquel sentimiento desgarrador, que comenzaba en su pecho y llegaba hasta la garganta, le nublaba los ojos, le encendía las mejillas. Su piel dorada, ayer de él, había pasado a no pertenecer a nadie, a ser simplemente su piel, la barrera que separaba aquel corazón caótico de cualquier otra realidad.
Subió hasta lo más alto, seguía llorando, iba descalza. El viento le llevaba la melena a la cara y no la dejaba ver. Su vestido era blanco, largo, se movía con el viento, en un vaivén absurdo, casi tan absurdo como sus pensamientos, que solo querían saltar, saltar al vacío, dejar de existir para dejar de sentir dolor.
Una vez arriba, no pudo saltar. Se tiró al suelo, lloró y lloró. Al final se quedó dormida.
Cuando despertó por la mañana seguía siendo ella. Se tocó el pelo, miró su vestido, se puso las sandalias. Bajó andando lentamente. El sol le tocó los labios y tuvo que saborearlo.
Siempre queda otro amanecer. De repente se alegró de no haber saltado.

Lucía

lunes, 25 de julio de 2011

Poker

Llevaba aquel sombrero que lo hacía parecer misterioso. Fumaba sin parar y bebía pausadamente. Solo miraba las cartas una vez. La gabardina lo tapaba hasta las orejas. Era de los que pensaba que en el juego hacia más tu expresión que tus cartas. Habría llevado gafas de sol si no fuera porque aquel antro era más oscuro que su propia habitación. Aquel sótano oscuro lleno de humo no tenía ni un poco de aire para respirar.
Mientras le repartían las cartas miraba al infinito. Jugarse su alma en una partida de poker parecía de lo más arriesgado. Pero a él le daba igual. Una vez perdido el amor, perdidas las ganas, perdida la esperanza, el hombre echa cualquier cosa encima de la mesa con tal de seguir jugando. Ahí va mi alma.


Lucia

martes, 12 de julio de 2011

MEDICINA

Cuando decidí estudiar medicina nunca habia tenido aquello que llamaban 'vocación', que parecía ser, según todos, absolutamente fundamental para ser médico. Aquella palabra, vocación, me sugería a un niño de 3 años con un fonendo de jugete colgado al cuello diciendo 'papá, yo de mayor quiero ser médico', y así todos los años de su vida hasta cumplir 18 y lograr entrar en la carrera. Yo de pequeña quería ser taxista para llevar a todo el mundo a su casa. Mierda. Ni rastro de vocación.

Empecé a pensar en estudiar medicina en segundo de bachillerato, y lo que empezó como una vaga idea acabó convirtiéndose en un reto, y el reto, con los meses, en realidad.
Entré en la carrera cagada de miedo, pensando que era demasiado sensible para ser médico, y que tal vez no aguantaría, me echaría a llorar, tendría que acabar en un laboratorio.
Y después de cuatro años de carrera, dos de ellos con prácticas, una ya tiene claro lo que es la vocación. O que sea lo que sea, la tienes.

Querer ser médico no es más que querer estar en contacto con la gente, y con los conocimientos que se han ido adquiriendo a lo largo de los años, tratar de mejorar su vida. Prevenir, cuando no se pueda, curar, y cuando no se pueda, cuidar.

Estar en contacto con la enfermedad, la tristeza y la muerte no me hace más que sacar de dentro felicidad y fortaleza, ganas de agradecer a la vida todo lo bueno, fuerzas para luchar contra lo que venga.
Hoy he visto a un niño de 6 años sin pelo luchar contra una enfermedad con una sonrisa en la cara ¿cómo no lo vas a hacer tú?

Lucía

domingo, 3 de julio de 2011

MONTAÑA DE HOJAS MARRONES

Se despertó desnuda encima de una montaña de hojas marrones. Abrió los ojos sin saber dónde estaba, sin reconocer aquel bosque otoñal y sin poder imaginar cómo habría llegado hasta allí. Lo peor fue darse cuenta de que no sentía nada. Ni hambre ni sed, ni sueño, ni alegría ni pena. No sentía miedo por estar sola, ni pudor por estar desnuda. No sentía sus lágrimas caer por sus mejillas, no sentía.
Estaba segura: mientras dormía en aquel bosque le habían robado el corazón.

Lucía
-El problema de no sentir-