Desperté casi destapada, con la sensación de llevar meses dormida.
¿Dónde estoy?
Me picaban los ojos, que llevaban demasiado tiempo cerrados,
y tenía las manos aún dormidas, medio inválidas, medio atontadas.
Hacía tiempo que no tocaban nada. Que no tocaban a nadie.
Los pies, insensibles, asomaban sobre a los pies de la cama.
Y el pelo estaba enredado, sin orden, tapándome las orejas,
que hacía tiempo que no oían voces, ni música, ni a ti.
Entraba la luz por las rendijas de la persiana,
la luz de la mañana tempranera,
el airecito de las 7 de la mañana.
Ese aire que habla de la no existencia, porque antes de esa hora nada existe,
y todo lo que existe solo lo hace apartir de que amanece.
No faltaba música, ni faltaban voces,
ni faltaba gente.
Entonces, entre las sábanas,
apareciste tú, medio dormido,
tocando mis manos, que estaban dormidas,
tocando mis pies, que se habían quedado fríos,
apartandome el pelo de la cara,
que al taparme las orejas,
no me dejaba escuchar el beso mañanero
que me dabas en la frente.
Buenos días.
Gracias por estar aquí.
Lucía
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